viernes, 12 de diciembre de 2014

Oleonáutas, aceite y paisaje olivarero

Ilustración de Efe Suárez


(Publicado en el número 5 de la revista Oleum Xauen)


En el fondo, nunca he llegado a tener claro si mi afición  a viajar es la responsable última de mi querencia a la buena mesa, o por el contrario, es el natural apego que le tengo a las alcuzas, las ollas y a lo que en ellas se cuece, lo que me ha llevado a ir de aquí para allá buscándole el norte a los hilillos de humo que a los fogones se les derraman por las chorreras de las chimeneas.

Mis hijos, que lo son también de este tiempo milenarista en el que la cruda realidad de conflictos, epidemias y saqueos  supera con creces el esperpento imaginario de las historias telefónicas que nos contaba el recordado Gila --¡Donde se ha visto que a un pueblo  muerto de hambre se le bombardee primero con bombas y  una hora más tarde con Bimbo!— me dicen desde la influencia irresistible a la que los somete Internet que soy un gastronauta empedernido, es decir que soy un navegante impenitente  que tiene su particular Ítaca de sabores allende dan bien de comer y a las sobremesas, al hilo del último sorbo de vino, le crecen las palabras y las ideas como a los olivos de este tierra le salen las aceitunas.
 
Ciertamente los sabores como los paisajes no viajan, de ahí que tengamos que ir a rescatarlos a la magia de sus confines, cobrando sentido entonces la razón ultima del llamado turismo gastronómico en el que los gastronautas, mejor que nadie, gozamos de los paisajes de los sabores, o tal vez, si afinamos más los conceptos, acabamos gozando de los sabores que cada paisaje guarda en los vericuetos de sus lejanías. La geografía gastronómica es mucho más profunda que lo que a primera vista nos pueda sugerir el hecho de tirarse a los caminos sin otro santo al que encomendarse que al de llenar la andorga. Nada más lejos de ello. Al verdadero gastronauta su afición a gozar de la buena mesa en un buen entorno le lleva a ser en el mejor de los casos un Sancho por fuera y un Quijote por dentro. En la brújula viajera gastronómica, como diría el matemático francés René  Thom, “lo que limita lo verdadero no es lo falso, sino lo insignificante”, de ahí que el amante de los paisajes y los sabores se recree en lo auténtico antes que en la parafernalia con la que algunas veces nos enmascaran lo que saboreamos. El buen gastronauta, es bueno saberlo, goza más con la compañía y el entorno de un plato que con el plato mismo.

Jaén acuna un mar de olivos con rompeolas de plata en el que más que naufragar hemos conseguido extasiarnos esperando la hora de comer. Sin lugar a dudas el mejor premio que un gastronauta del aceite le puede conceder a un establecimiento de hostelería es que vuelva a él, y los buenos profesionales lo saben: Al oleonauta, buen trato, precio razonable y esmero en la calidad de los aceites. Lo demás es matar la gallina de los huevos de oro antes de que empiece a ponerlos. Y eso sí es naufragar y ahogarse en el rompeolas de plata de este mágico mar de olivos.


viernes, 31 de octubre de 2014

Las gachas de los Santos: In ictu oculi

In ictu oculi. Juan de Valdés Leal (1622 – 1690)

Andanzas y Pitanzas del Maestre Prior de la Orden de la Cuchara de Palo

            Hay quien ha dicho, con cierto sentido burlón, que la vida es una aventura de la que nadie sale vivo, asociando el hecho de irse al "otro barrio" con la única circunstancia vital que no tiene remedio, morirse. Tal vez sea por ello por lo que, sabiendo de antemano el desdichado final de tal aventura, tratemos de dilatarla en el tiempo todo lo que sea menester y hacerla lo más llevadera posible, pues por mucho valle de lágrimas que aquí tengamos son muy pocos los que quieren irse, que de todos es sabido que como la casa de uno no hay ná.

            Decía Paco "el roso", así apodado por llamarse Rosa su madre, viejo filósofo del terruño, de esos que saben echar las cabañuelas y cubicar desde lejos la cosecha de aceitunas por el color del olivar, decía, repito, de forma tajante y definitiva, que de esta vida sacarás panza llena y nada más, y había veces que el adagio lo picardeaba aseverando que de esta vida sacarás lo que metas y nada más. Y debe llevar razón cuando, curiosamente, el primer refrán que sentencia Sancho Panza en El Quijote (capítulo XIX), en una aventura que recuerda el traslado de los restos de San Juan de la Cruz desde Úbeda a Segovia, es aquel que en boca del buen escudero suena así:"...y, como dicen, váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza".
  
            Llegando el primer día del mes de noviembre, es tradicional que nos acordemos de todos los que se nos fueron para siempre, pero sin perder de ojo la hogaza. En prácticamente todas las villas y ciudades del Reino de Jaén han existido las antiguas Hermandades de las Animas, cuyo cometido no era otro que recaudar fondos para sufragar las misas y los rezos que hicieran posible que las almas en pena encontraran la paz eterna. La noche de tránsito desde el día de Todos los Santos (1 de noviembre) hasta el día de Todos los Difuntos (2 de noviembre) es el tiempo propicio para que los vivos se enteren del descontento de sus muertos, pues no es menos cierto que muchas de las hogazas que se comen algunos vivos se han amasado con los sudores de algunos de sus muertos, y a veces contra su voluntad. Plantearse eso de noche, mediado el otoño, cuando las mariposas de luz, ancestrales luminarias, nadan en el tazón sobre el aceite dibujando tenebrosas sombras, siempre suscita algún que otro remordimiento, cuando no mucho canguelo, pues si bien es cierto que nadie ha vuelto del otro sitio, cualquier día puede ser el primero, como bien decía la tía Jesusona como purga de su alma y general susto de los niños que la oíamos.

            En pueblos de Jaén, como Baños de Encina y Guarromán, es tradicional que para esas fechas los hombres abandonen la localidad pasando la Noche de los Santos en el campo, junto a un fuego, en un chozo de la sierra, o en alguna pequeña cortijada. Según me contaron, durante una noche que también "fuí de Santos", tal circunstancia es debida al hecho de que desde siempre y durante esos días las campanas de la iglesia no paraban de tocar a muerto, lo que creaba el normal desasosiego y la consabida congoja de ánimo. El mejor remedio, empinarse un medio (medida tabernaria para el medio litro de vino que se expendía en las clásicas botellas labradas de anís), lejos de tan lúgubre sonido, con alguna que otra engañifa de cerdo. Mientras tantos las mujeres acudían a las misas pertinentes, preparaban gachas dulces de harina con tostones de pan, y miel o leche caliente según el gusto del lugar. Los niños, como broma, les echaban trozos de corcho que los más viejos confundían con el pan frito, y con la masa sobrante tapaban los ojos de las cerraduras de todas las puertas y candados de la casa, para que ninguna alma en pena, errabunda en la eternidad, pudiera entrar en ella.


(@suarezgallego)

domingo, 9 de marzo de 2014

Gastromanía



Mucho me temo que Stanley Kübrick, cuando pasó a treinta y cinco milímetros la epístola sideral de A.C. Clarke, "2001. Una Odisea del Espacio", no se planteó que el hombre antes de ser un vulgar engullidor de hamburguesas en Nueva York --su ciudad natal, por cierto--, ya mojaba pan en aceite, de oliva se entiende, y le escudriñaba los secretos al vino frente al Mediterráneo intentando adivinar la geometría de la inmensidad del horizonte. Que, oye tú, aquí hay materia como para realizar una tesis "aptocumlaude" para cuando estas cosas interesen a la Universidad, que será, si no lo evitamos, para cuando dejen de interesamos a los que cada sábado, irremediablemente, le damos un sabaneo sabatino a la tarjeta de crédito comprando en los "hipercentroscomerciales" todo aquello con lo que llenar la andorga el resto de la semana.

El hecho es, qué quieres que te diga, que si Stanley Kübrick --el de "Lolita" y la "Naranja Mecánica"--, imaginó que nuestro hermanastro el mono ascendió a la división de "homo sapiens" lanzando un hueso a los aires a los sones de "Así habló Zaratustra", convirtiéndolo por arte de birlibirloque en una nave espacial, con ordenador librepensante y homicida incorporado, es porque no conoció, ni gozó, las excelencias de una sociedad gastronómica de las que pisan nuestro suelo patrio, y cuando digo suelo patrio me pongo el lazo azul de los que pensamos que los garbanzos no cuecen antes a punta de pistola, por mucho que se empeñen algunos en hacer bombas de nuestras ollas, dicho sea con ánimo de ofender a quienes no les gusta otro potaje que el que cocinan en el fogón fratricida de su egoísmo totalitario y demencial.

Pretendo decir que Stanley Kübrick, si hubiera tenido la suerte de pertenecer a una sociedad gastronómica, de esas que hacen del vino de Bailén, el paté de perdiz de La Carolina y los pasteles de Guarromán, por poner un ejemplo de la rica cocina de Jaén --a fin de cuentas nos quitarán los trenes, nos escamotearan los presupuestos nacionales, pero acabaremos haciendo la revolución sempiternamente pendiente de Jaén por Jaén a fuerza de cacerolas y cucharas, aunque sean de palo. Pretendo decir, repito, que si a Stanley Kübrick le hubiera ido esto del comer bien, tertulia incorporada --a pesar de todo también nos queda la palabra--, la escena del mono tirando el hueso a los cielos, la hubiera cambiado por el mono voluntarioso haciendo rodar una mesa cuesta abajo. El hombre, descubierta la forma de hacer el fuego, inventó la cocina, con ella vino la mesa redonda, y puestos todos alrededor nació la tertulia. Echada la mesa a rodar, ¡vete a saber por qué dimes y diretes, que siempre han habido, por los visto, "madridistas" y "barcelonistas"!, nació la rueda, y con ella todo lo que para bien o para mal hoy llamamos civilización occidental.

Es decir, que lo que consideramos ahora como las entretelas culturales de la aldea global, bien pudiera haber nacido del delirio de sobremesa de unos cuantos monos, con vocación de humanos, que no llegaron a ponerse   de acuerdo sobre si el mar hubiese de nacer niño o niña, y sobre todo quien apechugaría con los gastos de tal bautizo. Tal vez sea por ello por lo que cada vez que hay una crisis de valores, y los telediarios nos dan buena cuentan de las salvajadas que es capaz de hacer el hombre con sus semejantes, el "homo sapiens" echa mano de la comida, del comer bien, por aquello de que las penas, aunque sean ancestrales, con pan son menos. Y te puedo asegurar que han habido días, frente al televisor, que las imágenes de la vergonzante condición humana me han dado dos vuelcos en la garganta y he sido incapaz de comer, ni tan siquiera mi propia rabia.

Nunca como en las épocas de crisis, sobre todo si son éticas, prolifera el gusto por el buen comer. El sibaritismo más refinado. La "gastromanía" como sublimación del hombre que añora el mono que fue anteayer mismo, como quien dice, cuando echada una mesa a rodar se convirtió en la rueda que mueve nuestro ir y venir por los tiempos y las culturas.

Proliferan en los medios de comunicación las secciones sobre cocina. Bien sea en fascículos, en televisión, en vídeos o en enciclopedias del comer, se nos cuela en casa el "rico rico" del mensaje arguiñaniano. Se habla de este o aquel lugar como "santuario de la buena cocina". Algunos cocineros de toda la vida pretenden doctorarse en cursilería haciéndose llamar "restauradores", tal vez por aquello del "caldico que da la vida", y vendernos otra vez la historia de la nueva cocina: "poco en el plato y mucho en la factura".

En fin, una señal inequívoca de que vivimos tiempos de crisis éticosociales y recurrimos a los manteles y las perolas como la última oportunidad de acudir a la catarsis purificadora a través del lujo que renace de las cenizas de los propios fracasos, como si del reflejo de un desnivel social nunca colmado y satisfecho, se tratata.

No sé por qué pero siempre me ha llamado poderosamente la atención el hecho de que Jesucristo, para instituir el vértice donde pivota todo su mensaje humanista, se reuniera a cenar con sus amigos efectuando el más sobrecogedor de los brindis que haya conocido la Historia: ¡Para que os ameis los unos a los otros!. No ha de sorprendernos, tampoco, que el primer milagro de quien "anduvo en la mar", en el sentido más machadiano, consistiera en convertir el agua en vino a petición de su madre, ¡ahí es nada¡, y que el prodigio más sonado, cuantitativamente hablando, fuera llenar cientos de cestas de panes y peces en una gran comida colectiva, preludio de nuestras romerías.

Y es que al hombre y a su hermanastro el mono, desde que el mundo es mundo, se les gana con el condumio. Tal vez sea por ello por lo que hay tantos estómagos agradecidos apuntados a la sopa boba conformista del a-mí-que-me-dejen-en-paz, haciéndoles cortes de manga a la realidad evidente, y esperando a que se eche a rodar la mesa y volvamos a reinventar la rueda, y con ella reinventarnos a nosotros mismos, lo cual, dicho sea de paso, tanta falta nos va haciendo para no acabar comiéndonos los unos a los otros.

(@suarezgallego)

sábado, 22 de febrero de 2014

La tostada de aceite de oliva virgen extra debería ser proclamada Patrimonio de la Humanidad.

José María Suárez Gallego, Asensio López y Luis del Olmo, en la Cena de los Premios Nacionales de la Cuchara de Palo

“La tostada de aceite de oliva virgen extra debería ser declarada Patrimonio de la Humanidad”  Dicho por el periodista Luis del Olmo al recibir el Premio Nacional  Cuchara de Palo, en Carboneros (Jaén) el 15 de febrero de 2014

(A modo de reflexión gastrosófica sobre la erótica de las tostadas de pan con aceite de oliva virgen extra)

Las mañanas de los sábados me gusta desarmarlas con  la íntima vocación quirúrgica con las que se disecciona a sí mismo un artilugio doméstico adquirido en los almacenes de los chinos. Leer la prensa a los sones magistrales del crujir de  unas tostadas de pan henchido con aceite de oliva virgen extra, es una de las actividades que más endorfinas  producen en mis  entretelas gastronómicas. El verdadero clímax en esta sorprendente erótica del condumio se alcanza cuando estos menesteres de la ingesta matutina se ejercen en una terraza, justo en la frontera del “solysombra” que nos caldea el éxtasis de nuestra holganza.

La cocina es la suprema habilidad de la paciencia, capaz de transmutar la Naturaleza en Arte  –con mayúsculas—, precisamente en una época en la que el reloj nos tiraniza sin piedad y las prisas se han afincado en nuestras vidas como sólo saben hacerlo los parientes pejigueras. Los avances tecnológicos que nos han llevado a creernos a pies juntillas este mito que llamamos progreso, no siempre son sinónimos de calidad de vida. Baste con observar que mientras se han conseguido grabar los sonidos, perpetuar las imágenes, rescatar los sueños e inventarnos una realidad virtual, afortunadamente aún no se ha descubierto un artefacto que nos describa la geometría de los sabores de un simple trozo de pan de pueblo preñado con un aceite de oliva virgen extra. Ni el más sofisticado de los aparatos puede, de momento, “vivir por nosotros” el mundo de sensaciones que delimitan los  puntos cardinales de una mesa con mantel, un desayuno sin prisa, una tertulia animada y un mundo incorregible plasmado en las páginas de un periódico.

Frente al último bocado de la  tostada del sábado, reflexiono sobre qué me habrá de helar el corazón después del  desayuno, si será el pan frito o los picatostes. A fin de cuentas el secreto de la buena vida no es otro que saber elegir entre la sugerente diversidad del tedio cotidiano. Eso que a modo de dulce muerte nos va diluyendo en nuestras propias contradicciones. 
             
(@suarezgallego)