(Artículo publicado en la Revista Oleum Xauen, nº 3, diciembre 2013, por José María Suárez Gallego)
Durante la Edad Media en la España
cristiana el destino principal del aceite
de oliva no fue para ser consumido como ingrediente culinario, sino para
utilizarlo en los oficios litúrgicos, ya
fuera como santo óleo de unción o como combustible de candil. El aceite
consagrado el Jueves Santo se distribuía entre todas las parroquias, como
sucede también ahora, debiendo durar todo el año y, en caso de que se agotase,
sólo podía obtenerse más cantidad con el permiso expreso del obispo de la
diócesis. También los candiles que ardían en los altares debían ser alimentados
exclusivamente con aceite de oliva,
utilizándose así mismo desde antiguo como ingrediente de ungüentos sanadores.
Serían las órdenes religiosas, por tanto, las que
poseerían desde el Medievo la parte más significativa de los olivares en
cultivo, obteniendo con ello la mayor
producción del aceite de oliva, cultivo, elaboración y consumo que compartían en
un principio con judíos y musulmanes, y, después de la expulsión de éstos y
aquellos, lo hubieron de hacer con los conversos que se quedaron a vivir en los
reinos de España como nuevos cristianos, que en la mayoría de los casos no
renunciaron en la intimidad a sus antiguas costumbres, es decir, compartían el
aceite con lo que los cristianos viejos llamaron marranos y moriscos.
En los monasterios se distribuía cada día entre los
monjes el aceite necesario y suficiente para sazonar sus comidas, pero sin
despilfarro y sin codicia. Al respecto,
una piadosa tradición cuenta que un día escaseando tanto el aceite entre las
hermanas de su comunidad, incluso hasta para las más enfermas, Santa Clara
(1193-1253) tomó una vasija y la puso fuera de los muros del convento,
encontrándosela llena de aceite de oliva al ir a recogerla, teniéndose el hecho
por un milagro como el de la multiplicación de los panes que en el refectorio
de su comunidad también llevó a cabo la
santa de Asís y paisana de San Francisco.
Pese a todo el aceite de oliva ha tenido que padecer
verdaderas cruzadas en las que se le ha tachado de plebeyo y heterodoxo,
alimento propio de judíos y moriscos que se erigieron en sus albaceas cuando la
cultura popular cristiana dominante lo rechazó, aunque paradójicamente se utilizara
en los conventos, como ha quedado visto, y el propio San Isidoro de Sevilla
(560-636) glosará sus bondades.
A principios del
siglo XVII hay una recesión en el cultivo del olivo en España, y a ello
contribuye de forma decisiva la expulsión en 1609 de los moriscos, que tan
buenos conocedores eran de las prácticas agrícolas. Se cierra así un ciclo
iniciado en la cultura oleícola hispano romana, a la que seguiría una pérdida
de interés de los visigodos por este cultivo, cuando ante las invasiones de los
pueblos que los romanos llamaron bárbaros, el latín junto al conocimiento
heredado de la Antigüedad, la cultura culinaria y la olivicultura se habían
refugiado en los monasterios. La llegada y posterior establecimiento de los
árabes en suelo hispano hizo que aconteciera un nuevo auge del olivo, que culminaría en el reinado
de los Reyes Católico cuando se llegaron a plantar hasta cuatro millones de
estas plantas, siendo entonces cuando una emulsión de aceite en agua con
vinagre y unas migas de pan remojado, el gazpacho, acabe convirtiéndose en la
base de la dieta alimenticia de
andaluces, extremeños y manchegos.
En el capítulo XVII de la primera parte de El Quijote,
se cuenta como un cuadrillero –una autoridad de aquella época equiparable a la
guardia civil de nuestros días— ante la insolencia demente de don Quijote le
propinó a éste un golpe con un candil lleno de aceite, candilazo que lo dejó
maltrecho. Unas líneas más abajo, en el mismo capítulo, veremos como el aceite es citado formando
parte del bálsamo que habría de remediar la agresión del
cuadrillero:
“Levántate, Sancho, si puedes, y llama al
alcaide desta fortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer
el salutífero bálsamo;” […] -Señor,
quien quiera que seáis, hacednos merced y beneficio de darnos un poco de
romero, aceite, sal y vino, que
es menester para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la
tierra,” (I, 17)
Los cuatro componentes que le solicita Sancho al
ventero para hacer el “salutísimo bálsamo”, romero, aceite, sal y vino, se
corresponden cada uno de ellos con los cuatro humores que según la teoría de
Hipócrates (460 AC-377 AC), recogida después por Galeno (130-216), y que
sobrevivió hasta el mismo siglo XVII, componían la estructura orgánica del ser
humano: la sangre, relacionada con el elemento aire y referida al
temperamento sanguíneo; la bilis negra
(atrabilis), concerniente al elemento tierra y referida al temperamento
melancólico; la bilis amarilla, en
concordancia con el fuego y referida al
temperamento colérico; y la flema,
relacionada con el agua y referida al temperamento flemático. La teoría de los
cuatro humores fue conocida por Cervantes a través del Examen de ingenio para las ciencias del médico y filósofo de origen
navarro pero afincado en Linares Juan Huarte de San Juan (1529-1588), editado en Baeza en 1575, siendo
notable la influencia de este último en la elaboración del perfil psicológico
que Cervantes hace del hidalgo don Quijote, puesta ya de manifiesto por Rafael
Salillas en su obra Un gran inspirador de
Cervantes. El doctor Juan Huarte y su Examen de Ingenios, (Madrid, 1905),
hasta tal punto que Cervantes ya en la portada de su obra nos habla de El ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha, siendo definido “el ingenioso” en el Examen de ingenios por Huarte de San Juan, como alguien “temperamental”,
con algo de “ocurrente” y no lejos de “extravagante”.
Según esta
teoría, se consideraba que un individuo estaba sano cuando tenía un equilibrio
interno entre los cuatro humores y sus cualidades primarias, lo que permitía la
seguridad de sus partes físicas. Cuando este equilibrio se perturbaba se producía
una enfermedad. Un desequilibrio humoral se generaba por la intervención del propio
hombre o de su entorno y sus circunstancias, tales como la forma de vida y el
tipo de trabajo, la alimentación sólida, la bebida y la actividad sexual. Se
consideraba que el trastorno humoral podía ser en calidad o en cantidad, dando
lugar a sustancias nocivas llamadas substancias pecantes, que debían ser
eliminadas para lograr la curación. El tratamiento se basaba en el principio de
contraria contrariis, esto es, basado
en la creencia que entonces se tenía que lo contrario curaba lo opuesto. Cada
uno de los humores era caliente, frío, húmedo o seco; era por ello por lo que los
médicos de la época recetaban medicinas frías para las enfermedades calientes y
remedios secos contra las húmedas.
Al mismo tiempo
que estas medidas terapéuticas, en la época cervantina, también se usaban otros procedimientos basados
en poderes sobrenaturales. Los exorcismos se aplicaban con bastante asiduidad en
el manejo de los trastornos mentales, la epilepsia o la impotencia,
sustituyéndose en estos casos el médico por el sacerdote. Desde la Edad Media
la creencia en los poderes curativos de las reliquias era generalizada, y
entonces se rezaba a santos especiales para el alivio de padecimientos
específicos, teniendo cada mal o enfermedad un santo o santa abogada de ello,
costumbre que aún persiste en nuestra cultura tradicional.
Los médicos no
practicaban la cirugía, que estaba en manos de los cirujanos, los cuales no
asistían a las universidades, no hablaban latín y eran considerados gente burda
y de clase inferior. Muchos de ellos eran itinerantes, yendo de una ciudad a
otra operando hernias (de ahí que se les llamara también sacapotras o sanapotras,
sobre todo de forma despectiva cuando no eran muy diestros en el oficio), extraían
cálculos biliales o cataratas, lo que requería experiencia y habilidad
quirúrgica, o bien curando heridas superficiales, abriendo abscesos de pus,
componiendo fracturas y colocando huesos dislocados en su sitio. Sus
principales competidores eran los barberos, que además de rasurar barbas y cortar
el cabello vendían ungüentos, sacaban dientes, aplicaban ventosas, ponían
enemas y hacían sangrados abriendo directamente las venas (flebotomías).
También se utilizaría el aceite para darle
cuerpo al famoso bálsamo con el que nuestro caballero andante es curado de las
heridas que le produce uno de los gatos del Duque que pululaban por su
aposento, confundido fatalmente por don Quijote con un maléfico encantador
(Capítulo XLVI, parte segunda)
La formula de este famoso como caro bálsamo
del siglo XVI con el que fue curado don Quijote se debe a Aparicio de Zubia, estando
compuesto por “aceite de oliva, hipérico, romero, lombrices de tierra, trementina,
resina de enebro, incienso y almáciga en polvo”. Su alto precio debió dar lugar al dicho popular “ser tan caro como el aceite de Aparicio”. Se utilizaba como cicatrizante de úlceras y llagas, siendo sus
resultados increíbles, tanto
los terapéuticos para el enfermo, como los económicos para el inventor, que
además de tremendamente popular se hizo rico.
Su ingrediente principal era el hipérico, planta que por su riqueza en taninos se utilizaba desde la Antigüedad como un eficaz
cicatrizante, considerado como el antibiótico de la Edad Media por la gran importancia
que tuvo en la curación de las heridas de guerra. En el siglo XVI fue
denominado Hierba de las heridas y posteriormente Hierba militar.
El aceite de hipérico, componente básico del aceite de Aparicio, se elaboraba
dejando macerar 100 gr. de hojas tiernas de esta planta en un litro de aceite
de oliva durante mes y medio.
Puede sorprendernos desde los conocimientos actuales
que en la fórmula del aceite de Aparicio
aparezcan como ingredientes las lombrices de tierra. Al respecto hemos visto en
la edición en castellano que su propio autor hizo en 1626 del Libro de los Secretos de Agricultura, Casa
de Campo y Pastoril, de fray Miguel Agustín (1560-1630), prior del Temple
de la villa de Perpignan, primera edición en catalán de 1617, una curiosa
receta del aceite de lombrices que
dice así:
“El aceyte de lombrices haréis tomando media libra de lombrices
[algo menos de un cuarto de Kg.], y
lavadlas muy bien con vino blanco; después las haréis cocer con dos libras de
aceyte [casi un Kg. de aceite], y
vino tinto, hasta la consumación del vino; después lo colareis, y exprimiréis
todo, y lo reservareis para ungir, que es remedio singularissimo para confortar
los nervios frígidos, y para el dolor de la espina.” (Pág. 238)
Estos ejemplos del uso del aceite de oliva en la época cervantina, nos deben dejar patente
que ante todo debemos ver en nuestro aceite más un alimento saludable que se
esparce por nuestras ricas pipirranas, que un mero medicamento que se venda en
las boticas.