In ictu oculi. Juan de Valdés Leal (1622 – 1690) |
Andanzas
y Pitanzas del Maestre Prior de la Orden de la Cuchara de Palo
Hay quien ha dicho, con cierto sentido burlón, que la
vida es una aventura de la que nadie sale vivo, asociando el hecho de irse
al "otro barrio" con la única circunstancia vital que no tiene
remedio, morirse. Tal vez sea por ello por lo que, sabiendo de antemano el
desdichado final de tal aventura, tratemos de dilatarla en el tiempo todo lo
que sea menester y hacerla lo más llevadera posible, pues por mucho valle de
lágrimas que aquí tengamos son muy pocos los que quieren irse, que de todos es
sabido que como la casa de uno no hay ná.
Decía Paco "el roso", así apodado por
llamarse Rosa su madre, viejo filósofo del terruño, de esos que saben echar las
cabañuelas y cubicar desde lejos la cosecha de aceitunas por el color del
olivar, decía, repito, de forma tajante y definitiva, que de esta vida
sacarás panza llena y nada más, y había veces que el adagio lo picardeaba
aseverando que de esta vida sacarás lo que metas y nada más. Y debe
llevar razón cuando, curiosamente, el primer refrán que sentencia Sancho Panza
en El Quijote (capítulo XIX), en una aventura que recuerda el traslado
de los restos de San Juan de la Cruz desde Úbeda a Segovia, es aquel que en
boca del buen escudero suena así:"...y, como dicen, váyase el muerto a
la sepultura y el vivo a la hogaza".
Llegando el primer día del mes de noviembre, es
tradicional que nos acordemos de todos los que se nos fueron para siempre, pero
sin perder de ojo la hogaza. En prácticamente todas las villas y ciudades del
Reino de Jaén han existido las antiguas Hermandades de las Animas, cuyo
cometido no era otro que recaudar fondos para sufragar las misas y los rezos
que hicieran posible que las almas en pena encontraran la paz eterna. La
noche de tránsito desde el día de Todos los Santos (1 de noviembre)
hasta el día de Todos los Difuntos (2 de noviembre) es el tiempo
propicio para que los vivos se enteren del descontento de sus muertos, pues no
es menos cierto que muchas de las hogazas que se comen algunos vivos se han
amasado con los sudores de algunos de sus muertos, y a veces contra su
voluntad. Plantearse eso de noche, mediado el otoño, cuando las mariposas de
luz, ancestrales luminarias, nadan en el tazón sobre el aceite dibujando
tenebrosas sombras, siempre suscita algún que otro remordimiento, cuando no
mucho canguelo, pues si bien es cierto que nadie ha vuelto del otro sitio,
cualquier día puede ser el primero, como bien decía la tía Jesusona como
purga de su alma y general susto de los niños que la oíamos.
En pueblos de Jaén, como Baños de Encina y Guarromán, es
tradicional que para esas fechas los hombres abandonen la localidad pasando la Noche
de los Santos en el campo, junto a un fuego, en un chozo de la sierra, o en
alguna pequeña cortijada. Según me contaron, durante una noche que también
"fuí de Santos", tal circunstancia es debida al hecho de que
desde siempre y durante esos días las campanas de la iglesia no paraban de tocar
a muerto, lo que creaba el normal desasosiego y la consabida congoja de
ánimo. El mejor remedio, empinarse un medio (medida tabernaria
para el medio litro de vino que se expendía en las clásicas botellas labradas
de anís), lejos de tan lúgubre sonido, con alguna que otra engañifa de
cerdo. Mientras tantos las mujeres acudían a las misas pertinentes, preparaban
gachas dulces de harina con tostones de pan, y miel o leche caliente según el
gusto del lugar. Los niños, como broma, les echaban trozos de corcho que los
más viejos confundían con el pan frito, y con la masa sobrante tapaban los ojos
de las cerraduras de todas las puertas y candados de la casa, para que ninguna alma
en pena, errabunda en la eternidad, pudiera entrar en ella.
(@suarezgallego)