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"Tirar la casa por la ventana", o cuando se tiraba rumbosamente la casa consistorial por el balcón de las banderas. |
Me contaron que en una población de este Santo Reino de Jaén, hace ya
algún tiempo, convocaron a los agricultores locales en el salón del bar más
céntrico, ese estratégico lugar común a todas las plazas de nuestros pueblos dónde
un omnipresente oráculo de casinillo conoce todos los chismes del pasado; sabe por
quién doblan las campanas esta mañana, y a qué hora será el entierro esta
tarde; sabe las doncellas preñadas de matute; conoce la genealogía de las más
ilustres cornamentas; y hasta lo que ha de suceder mañana dentro de los
confines de su terruño pueblerino. Es de uso y costumbre que, en tales
aposentos de la maledicencia y la insidia, cuando no se le encuentra el pulso a
la vida se acabe por inventarlo, ya que no hay mejor jarabe contra el hastío de
la holganza que vivir otra realidad imaginada a través de las indiscretas
ventanas de un casino pueblerino, o a pie de acera tabernaria cuando el tiempo
lo permite y llueve poco como ahora.
El mundo de un aburrido crónico es
tan vasto y diverso, tan lleno de matices y sorprendente, que pasar un rato en
el bar de la plaza del pueblo es una inagotable diversión, la mayoría de las
veces a costa del buen nombre, la reputación y el trabajo de otros vecinos más
diligentes y tenaces en sus menesteres. Y es que quien en esta época tan prodigiosa
tecnológicamente que vivimos, sea capaz de aburrirse, es digno de que se le
regale, por suscripción popular, el capirote que completa la mucha estulticia
de su torpe proceder.
Pero prosigo sin irme por las ramas
de la gastrosofía. Resultó que tal asamblea estaba organizada por un ente
público de nombre oficial bastante largo, y relacionado con la producción de
maíz, y cuyos responsables políticos estaban por la labor de propiciar este
cultivo en bastante tierra calma de la provincia, antes de que el mar de olivos
se convirtiera en un oceáno verde. En fin, que todos los asistentes acudieron
puntuales. Con sus camisas limpias y planchadas con esmero. Todos con los
zapatos enlustrados como el día del Corpus. Todos con los ojos avizores y
expectantes ante todo lo nuevo que allí se habría de decir. Aguantaron los
presentes, resignadamente, casi dos horas de maíz para arriba y maíz para
abajo, de maíz por acá y maíz por allá, hasta que por fin el señor alcalde de
turno, en un acto de misericordia, puso el broche de oro al acto agradeciendo a
tan doctos técnicos y a tan eficaces autoridades de rango superior, el mucho
interés por llevarles las bondades del maíz y la gran conveniencia de
proveerles para ello de las ayudas y subvenciones necesarias.
Y siendo buena costumbre acabar los
actos entonces con práctica tan patriótica como ofrecer a los presentes, ya
sean propios o extraños, una copa de vino español --y todos los "otrosí"
que la acompañan-- así mandó hacerlo el primer edil, que en espera de que las
ayudas del maíz fueran muchas y de gran remedio, y no reparando en el viejo
refrán de "huésped que se convida, fácil es de hartar", y como
fuera, también, que andábase tirando salvas con pólvora del rey y se avivaban
los fogones con carbón de arbitrios, echóse la casa consistorial por el balcón
de las banderas, y no se daba abasto a tanto trajín de platos. Que si uno de
gambas blancas daba paso a otro de langostinos de Sanlúcar. Que si este jamón
de bellota para el señor ingeniero agrónomo de la delegación. Que si esta
mojama para el señor de la dirección general. Que si este queso curado habrá de
gustarle al señor secretario técnico de la consejería. ¡Que no le falte, Juan,
¡manzanilla a ese señor que habló en tercer lugar sobre Europa y el maíz! –ordenaba el alcalde a uno de sus
concejales--. Pásale Paco el conejo en adobo para que lo pruebe el señor
delegado. Y esas chuletillas que no falten; ¡A ver, que llenen...! Y como dicen
que más vale una hartada que dos hambres, de todo había para todos, hasta para
los que no siendo agricultores ni haber soportado las dos largas horas de
disertación sobre la gramínea en cuestión, se colaron de matute desde el
aburrimiento del mentidero local --el bar de la plaza-- hasta el salón dónde se
celebraba convite tan pródigo sin tratarse ni de boda, ni de bautizo, de
primogénito de rico.
Y uno de ellos, repleta ya la
andorga y queriendo agradecer a quien correspondiera el extranjis consentido de
su hartazgo de tan notables viandas, y no encontrando otra mejor forma de
llevarlo a cabo, ni otro mejor responsable a quien hacerlo, gritó con brío de
patriota agradecido: "¡Viva el maíz!". Único causante, a su
juicio y a todas luces, de todo lo bueno que para el paladar de aquel oráculo
maledicente de casinillo, sempiternamente aburrido, había sucedido con la pólvora
del rey y el carbón de los arbitrios, en aquellos tiempos de las vacas
gordas, cuando Europa, como una madraza, nos enseñaba en Jaén a vivir resignadamente
por encima de nuestras posibilidades.