Ilustración de Efe Suárez |
(Publicado en el número 5 de la revista Oleum Xauen)
En el fondo, nunca he llegado a tener claro si mi
afición a viajar es la responsable
última de mi querencia a la buena mesa, o por el contrario, es el natural apego
que le tengo a las alcuzas, las ollas y a lo que en ellas se cuece, lo que me
ha llevado a ir de aquí para allá buscándole el norte a los hilillos de humo
que a los fogones se les derraman por las chorreras de las chimeneas.
Mis hijos, que lo son también de este tiempo
milenarista en el que la cruda realidad de conflictos, epidemias y saqueos supera con creces el esperpento imaginario de
las historias telefónicas que nos contaba el recordado Gila --¡Donde se ha
visto que a un pueblo muerto de hambre
se le bombardee primero con bombas y una
hora más tarde con Bimbo!— me dicen desde la influencia irresistible a la que los
somete Internet que soy un gastronauta
empedernido, es decir que soy un navegante impenitente que tiene su particular Ítaca de sabores
allende dan bien de comer y a las sobremesas, al hilo del último sorbo de vino,
le crecen las palabras y las ideas como a los olivos de este tierra le salen
las aceitunas.
Ciertamente los
sabores como los paisajes no viajan, de ahí que tengamos que ir a rescatarlos a
la magia de sus confines, cobrando sentido entonces la razón ultima del llamado
turismo gastronómico en el que los gastronautas,
mejor que nadie, gozamos de los paisajes de los sabores, o tal vez, si afinamos
más los conceptos, acabamos gozando de los sabores que cada paisaje guarda en
los vericuetos de sus lejanías. La geografía gastronómica es mucho más profunda
que lo que a primera vista nos pueda sugerir el hecho de tirarse a los caminos
sin otro santo al que encomendarse que al de llenar la andorga. Nada más lejos
de ello. Al verdadero gastronauta su
afición a gozar de la buena mesa en un buen entorno le lleva a ser en el mejor
de los casos un Sancho por fuera y un Quijote por dentro. En la brújula viajera
gastronómica, como diría el matemático francés René Thom, “lo
que limita lo verdadero no es lo falso, sino lo insignificante”, de ahí que
el amante de los paisajes y los sabores se recree en lo auténtico antes que en
la parafernalia con la que algunas veces nos enmascaran lo que saboreamos. El
buen gastronauta, es bueno saberlo,
goza más con la compañía y el entorno de un plato que con el plato mismo.
Jaén acuna un mar de olivos con rompeolas de plata en
el que más que naufragar hemos conseguido extasiarnos esperando la hora de
comer. Sin lugar a dudas el mejor premio que un gastronauta del aceite le puede conceder a un establecimiento de
hostelería es que vuelva a él, y los buenos profesionales lo saben: Al oleonauta, buen trato, precio razonable
y esmero en la calidad de los aceites. Lo demás es matar la gallina de los
huevos de oro antes de que empiece a ponerlos. Y eso sí es naufragar y ahogarse
en el rompeolas de plata de este mágico mar de olivos.
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