Mucho me
temo que Stanley Kübrick, cuando pasó a treinta y cinco milímetros la epístola sideral de A.C. Clarke, "2001. Una Odisea del Espacio", no se
planteó que el hombre antes de ser un vulgar engullidor
de hamburguesas en Nueva York --su ciudad natal, por cierto--, ya mojaba pan en
aceite, de oliva se entiende, y le escudriñaba los secretos al vino frente al
Mediterráneo intentando adivinar la geometría de la inmensidad del horizonte.
Que, oye tú, aquí hay
materia como para realizar una tesis "aptocumlaude"
para cuando estas cosas interesen a la Universidad, que será, si no lo
evitamos, para cuando dejen de interesamos a los que cada sábado,
irremediablemente, le damos un sabaneo sabatino a la tarjeta de crédito
comprando en los "hipercentroscomerciales" todo aquello con lo que llenar la
andorga el resto de la semana.
El hecho es, qué quieres que
te diga, que si Stanley Kübrick --el de "Lolita"
y la "Naranja Mecánica"--,
imaginó que nuestro hermanastro el mono ascendió a la división de "homo
sapiens" lanzando un hueso a los aires a los sones de "Así habló Zaratustra",
convirtiéndolo por arte de birlibirloque en una nave espacial, con ordenador librepensante y homicida incorporado, es porque no
conoció, ni gozó, las excelencias de una sociedad gastronómica de las que pisan
nuestro suelo patrio, y cuando digo suelo patrio me pongo el lazo azul de los
que pensamos que los garbanzos no cuecen antes a
punta de pistola, por mucho que se empeñen algunos en hacer bombas de nuestras
ollas, dicho sea con ánimo de ofender a quienes no les gusta otro potaje que el
que cocinan en el fogón fratricida de su egoísmo totalitario
y demencial.
Pretendo decir que Stanley
Kübrick, si hubiera tenido la suerte de pertenecer a una sociedad gastronómica,
de esas que hacen del vino de Bailén, el paté de
perdiz de La Carolina y los pasteles de Guarromán,
por poner un ejemplo de la rica cocina de Jaén --a fin de cuentas nos quitarán
los trenes, nos escamotearan los presupuestos
nacionales, pero acabaremos haciendo la revolución sempiternamente
pendiente de Jaén por Jaén a fuerza de cacerolas y cucharas, aunque sean de
palo. Pretendo decir, repito, que si a Stanley Kübrick le hubiera ido esto del
comer bien, tertulia incorporada --a pesar de todo también nos queda la
palabra--, la escena del mono tirando el hueso a
los cielos, la hubiera cambiado por el mono voluntarioso haciendo rodar una
mesa cuesta abajo. El hombre, descubierta la forma de hacer el fuego, inventó
la cocina, con ella vino la mesa redonda, y puestos todos alrededor nació la
tertulia. Echada la mesa a rodar, ¡vete a saber por qué dimes y diretes, que
siempre han habido, por los visto, "madridistas" y "barcelonistas"!,
nació la rueda, y con ella todo lo que para bien o para mal hoy llamamos
civilización occidental.
Es decir, que lo que
consideramos ahora como las entretelas culturales de la aldea global, bien pudiera haber nacido del delirio de sobremesa de
unos cuantos monos, con vocación de humanos, que no llegaron a ponerse de acuerdo sobre si el mar hubiese de nacer
niño o niña, y sobre todo quien apechugaría con los gastos de tal bautizo. Tal
vez sea por ello por lo que cada vez que hay una crisis de valores, y los
telediarios nos dan buena cuentan de las salvajadas que es capaz de hacer el
hombre con sus semejantes, el "homo sapiens" echa mano de la comida,
del comer bien, por aquello de que las penas, aunque sean ancestrales, con pan
son menos. Y te puedo asegurar que han habido días, frente al televisor, que
las imágenes de la vergonzante condición humana me han dado dos vuelcos en la
garganta y he sido incapaz de comer, ni tan siquiera mi propia rabia.
Nunca como en las épocas de
crisis, sobre todo si son éticas, prolifera el gusto por el buen comer. El
sibaritismo más refinado. La "gastromanía" como sublimación del
hombre que añora el mono que fue anteayer mismo, como quien dice, cuando echada
una mesa a rodar se convirtió en la rueda que mueve nuestro ir y venir por los
tiempos y las culturas.
Proliferan en los medios de
comunicación las secciones sobre cocina. Bien sea en fascículos, en televisión,
en vídeos o en enciclopedias del comer, se nos cuela en casa el "rico rico" del mensaje arguiñaniano. Se habla
de este o aquel lugar como "santuario de la buena
cocina". Algunos cocineros de toda la vida pretenden doctorarse en
cursilería haciéndose llamar "restauradores", tal vez por aquello del
"caldico que da la vida", y
vendernos otra vez la historia de la nueva cocina: "poco en el plato y mucho
en la factura".
En fin, una señal inequívoca
de que vivimos tiempos de crisis éticosociales y recurrimos a los manteles y
las perolas como la última oportunidad de acudir a la catarsis purificadora a
través del lujo que renace de las cenizas de los propios fracasos, como si del
reflejo de un desnivel social nunca colmado y satisfecho, se tratata.
No sé por qué pero siempre me
ha llamado poderosamente la atención el hecho de que Jesucristo, para instituir
el vértice donde pivota todo su mensaje humanista, se reuniera a cenar con sus
amigos efectuando el más sobrecogedor de los brindis que haya conocido la
Historia: ¡Para que os ameis los unos a
los otros!. No ha de sorprendernos, tampoco, que el primer milagro de quien
"anduvo en la mar", en el sentido más machadiano, consistiera en
convertir el agua en vino a petición de su madre, ¡ahí es nada¡, y que el
prodigio más sonado, cuantitativamente hablando, fuera llenar cientos de cestas
de panes y peces en una gran comida colectiva, preludio de nuestras romerías.
Y es que al hombre y a su
hermanastro el mono, desde que el mundo es mundo, se les gana con el condumio.
Tal vez sea por ello por lo que hay tantos estómagos agradecidos apuntados a la
sopa boba conformista del a-mí-que-me-dejen-en-paz, haciéndoles cortes de manga a la realidad evidente, y esperando a que se
eche a rodar la mesa y volvamos a reinventar la rueda, y con ella reinventarnos
a nosotros mismos, lo cual, dicho sea de paso, tanta falta nos va haciendo para
no acabar comiéndonos los unos a los otros.
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