Mira que nos gusta, paisano, oponernos por sistema a todo lo nuevo, por bueno y conveniente que sea, o nos parezca. El ilustrado Pedro Campomanes, factotum de Carlos III, en su famoso “Discurso sobre la educación de los artesanos” (1775), que dio lugar, entre otras cosas, a la creación de las Sociedades Económicas de Amigos del País, se refería al caso de fray Juan de Medina, que dos siglos antes, en el XVI, ya pedía que no se le acusara del “delito de novedad”.
Claro está, en un lugar donde lo “nuevo” llega a ser considerado delito, se le acaba tributando veneración legalista no a lo viejo –tantas veces venerable–, ni tampoco a lo antiguo –tantas veces admirado–, sino a lo “rancio” y a su hedor inmovilista.
Siempre he pensado, –y perdóname, paisano, esta incursión gastronómica, pero bien sabes que la cabra invariablemente acaba tirando al monte –, que lo que le da el justo sabor vitalista al popular cocido es precisamente el tocino fresco que luego se pringa en el pan, y no el ambiente de familia en el que siempre se han comido sus tres vuelcos.
Antológica es la anécdota que me contaba mi recordado amigo Diego Rojano sobre el filósofo y ensayista catalán Eugenio D’Orts, cuando al bajar del tren en Zaragoza lo esperaba a pie de vagón un amigo castizo hasta las trancas que le dijo a modo de recibimiento: ”Vendrá a mi casa… Y comerá un cocido en familia”. D’Orts, desde la retranca que gastan como nadie los hijos del Mediterráneo, murmuró por lo “bajini”:“Precisamente las dos cosas que más me molestan: la familia y el cocido”. Debió pensar el ilustre filósofo catalán que tanto en el cocido, como en la familia, son dónde más florecen los garbanzos negros.
Konrad Adenauer, el padre de la nueva Alemania que surgió después de la locura hitleriana, decía no sin cinismo que “no hace falta defender siempre la misma opinión porque nadie puede impedir volverse más sabio”.
Quien es capaz de aceptar como algo natural la mutabilidad del Universo –el cambio constante–, acaba por desabrocharle la blusa al propio inmovilismo, y descubre que la vida en esencia se mueve y nos conmueve, y con ello nos airea y nos ventila.
Por eso me preocupan tanto, paisano, los que dicen que nunca han cambiado un ápice su manera de pensar. La ranciedad a la que suelen oler sólo les sirve de coartada para no admitir que, pese a todo, se nos brinda cada día la posibilidad de volvernos un poco menos garbanzos negros en un universo que inevitablemente se expande, achicándonos hasta los límites infinitesimales de lo ridículo.
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