miércoles, 20 de mayo de 2015

Elogio de la dieta mediterránea



Es el gastrónomo, a fin de cuentas, aquel que hace de la buena mesa y la palabra dos amantes sempiternamente reconciliados, pues con ambos sublima a la categoría de  cimiento de la Cultura la triste necesidad de tener que comer cada día para poder vivir.

No es una casualidad el feliz hecho de que fueran Grecia y Roma, respectivamente creadoras de la Filosofía y del Derecho, las que primero otorgaron patente de prestigio a una primera personalidad social culinaria, la del cocinero, capaz de hacer posible la reconciliación eterna del buen comer con la palabra. Es una feliz coincidencia que la Filosofía y el Derecho nacieran, precisamente, en los pueblos que supieron hacer de la liturgia de comer todo un arte.

Griegos y romanos conforman, junto a la influencia semita en las riberas del Mediterráneo, las patas culturales que sostienen las trébedes en las que cuece desde hace siglos el puchero dónde se avía la cocina mediterránea, que es tanto como decir el santo y seña del origen intercultural –y no siempre bien avenido– del Mediterráneo.

El gran triunfo de la cocina mediterránea, no ha sido sólo alumbrar en la cultura sajonas las bondades de la dieta mediterránea, sino por el contrario, la culinaria del Mediterráneo sigue siendo el acicate reivindicativo por el que se sigue practicando una cultura que, además de para alimentarnos tres veces al día, como ya reivindicaba también la cultura china hace tres milenios, lo hagamos nutricionalmente bien y, sobre todo, gozando de ello, a modo y manera de cómo muy bien hubiera podido expresar uno de los mejores gastrónomos de la gramática parda que cabalga por nuestra cultura popular, el bueno de Sancho Panza: “Pues sepa vuesa merced, mi señor don Quijote, que cosa bien triste es que sólo el hambre haga llenarnos la andorga, cuando también con buenas viandas pueden colmarse las entendederas sin renunciar al goce de ellas”

Y ese y no otro es el triunfo de la cocina mediterránea: comer sano y con conocimiento, sin renunciar a los placeres –voluptuosos y hasta transgresores– del paladar.


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