Portada del número 2 de la Revista Oleumxauen
En España, a diferencia de Francia, no existe una cocina nacional propiamente
dicha. Hemos oído hablar siempre de la cocina francesa como “un todo culinario”,
grandilocuente y a veces chovinista, de la
identidad patria de Francia, mientras que cuando hablamos de la cocina española,
la “unidad patria” se nos abre en tantos gajos como cocinas regionales
coexisten en la mandarina hispana. Aquí, las cocinas del terruño, por nimias
que parezcan, suelen acabar convirtiéndose en “grandes” patrias irrenunciables,
y hoy por día hay quienes hablan de la cocina vasca, de la catalana, de la
gallega, o de la cocina andaluza, por citar las más representativas, no invocando
los recetarios tradicionales sino haciendo valer los estatutos de autonomía
respectivos. Lo cierto es que rara vez coinciden en gastronomía las fronteras
de los sabores con las de la geografía política. Pensar en la cocina local de
tal o cual región como una de las primeras fuentes de identidad de los
nacionalismos, es tanto como querer ponerle vallas al humo de los fogones donde
se guisan.
Claro ejemplo de ello bien pudiera ser la provincia de Jaén.
Hablar de una cocina jiennense desde el argumento de una identidad localista y
pormenorizadamente diferenciadora, sería tanto como despojarla de una de sus
cualidades más valoradas: la diversidad. Jaén como territorio colectivo de sus 97
municipios, con sus cinco sierras señeras y su amplia campiña, es ante todo
diversa, porque diversos son sus paisajes, diversos son sus paisanajes, y, como
no podía ser de otra forma, diversos son sus “saborajes”.
Para definir el saboraje hay que recurrir a un concepto íntimo que
engloba todas las sensaciones que experimentamos cuando salimos de nuestro
territorio habitual y pretendemos ser otro paisanaje en otro paisaje. Veamos un
ejemplo que geográfica y literariamente nos es cercano. Si viajamos por La
Mancha no será difícil asociar de una forma
automática el paisaje de una llanura con el paisanaje de don Quijote, y por
ende con los saborajes de los “duelos y quebrantos” y el vino manchego. Pasado
el tiempo, al revivir la experiencia del viaje desde el recuerdo, lo que evocaríamos
bote pronto no sería otra cosa que el
saboraje, ese compendio de vivencias vividas en un paisaje habiendo sido otro
paisanaje en el entorno de una mesa y sus sabores, esos que al igual de los
paisajes no viajan, y por ello ha de ir el paisanaje a buscarlos allá donde son
susceptibles de impregnarnos y marcarnos una vez que han sido alambicados como recuerdos
para el futuro.
Siguiendo este hilo argumental se desarman por sí mismas las
demarcaciones territoriales en base a una geografía política de nuestras
cocinas regionales. No podemos hablar de una cocina andaluza, sino de las
cocinas de Andalucía. Del mismo modo que no debemos hablar de la cocina jiennense,
sino de las cocinas de Jaén. En España, en la que todo se polariza a través de su antagónico, es la
gastronomía la que encuentra una tercera vía. Existen tres Españas en esencia:
la de los cocidos, la de los asados y la de los fritos. Y si las dos primeras
siempre han sido mejor repartidas y compartidas por el resto de las regiones,
han sido los fritos los que han encontrado su mejor acomodo en las tierras del
sur, en Andalucía, en las tierras de los olivos y de las almazaras, la tierra
por excelencia del aceite de oliva virgen, el único que se obtiene por un mero
proceso físico de extracción. Son, en definitiva, los fritos con aceite de
oliva virgen los que conforman muchos de los saborajes de nuestras entretelas culturales
y culinarias.
La convivencia cultural entre lo
frito y lo cocido no siempre ha sido fácil, porque tras el aceite de oliva
durante siglos se han construido barreras a veces insalvables y siempre
injustas. Durante el siglo XVI, sobre todo,
el hecho de comer tocino, beber vino y no hacer fritos con aceite de
oliva, se convirtió en un signo manifiesto
de ser cristiano viejo, de tal manera que el paladar de los castellanos,
gallegos, asturianos y cántabros no estaba acostumbrado al sabor del aceite de
oliva por encontrarlo recio y desagradable, usando para sus guisos básicamente
las grasas del cerdo, la cual repugnaba tanto a musulmanes y judíos, como las
frituras con aceite de éstos desagradaba a los cristianos. Valga como prueba de
ello lo que sobre los judíos conversos escribe literalmente el bachiller Andrés
Bernáldez, canónigo del arzobispo de Sevilla: "Así eran tragones e
comilitones,
que nunca dexaron el comer a costunbre judaica de mangarejos e olletas de
adefinas e mangarejos de cebollas e ajos refritos con aceite, e la carne
guisaban con aceite, e lo echaban en lugar de tocino o de grosura, por escusar
el tocino; e el aceite con la carne e cosas que guisan hacen muy mal oler el
resuello, e así sus casas e puertas hedían muy mal a aquellos mangarejos; e
ellos eso mismo tenían el olor de los judíos, por causa de los manjares, e de
no ser baptizados [...]. No comían puerco sino en lugar forçoso." ("Historia
de los reyes católicos D. Fernando y Doña Isabel, escrita por el bachiller
Andrés Bernáldez", en 1513.
Sevilla, Imp. J.M Geofrin, 1870).
Resulta
cuanto menos descabellada la conclusión del bachiller Andrés Bernáldez cuando
dice que los judíos en aquella época olían mal no sólo por comer fritos hechos
con aceite de oliva, sino también por no estar bautizados con agua bendita.
¡Con lo mal que se mezclan el aceite de oliva con el agua, aunque los bendigan!
No nos ha de extrañar por tanto que de las diez
veces que el aceite es citado en El Quijote por Cervantes, sólo en una ocasión
lo sea para referirse a él directamente como un ingrediente culinario. Las
nueve veces restante será invocado como ungüento, combustible de candil, o arma
arrojadiza por gárgola de almena. Es en
la descripción de todo cuanto estaba preparado para festejar las bodas de
Camacho cuando Cervantes lo trae a colación ante los ojos atónitos de hambre de
Sancho Panza: “y dos calderas de aceite
mayores que las de un tinte servían de freír cosas de masa, que con dos
valientes palas las sacaban fritas y las zabullían en otra caldera de preparada
miel que allí junto estaba.” (II-20). A estas
masas fritas Cervantes aludirá más tarde en el mismo capítulo llamándolas frutas de sartén, de tan notable presencia en
la cocina judeoarábica de la época, y que han llegado hasta nosotros en forma
de pestiños, hojuelas, roscos, torrijas y las muy tradicionales flores de
Semana Santa.
Pero esta dicotomía entre lo cocido y lo frito en nuestra cultura
culinaria, ha tenido una de sus anécdotas más representativas en la
circunstancia de que el profesor y catedrático Gregorio Varela, presidente de
la Fundación Española de la Nutrición, y Premio Grande Covían 2000, tuvo que demostrar científicamente en la I Conferencia
sobre la Fritura de Alimentos, celebrada
en 1986, que lo que está haciendo en
realidad la mujer –presumiblemente la suegra del pintor-- protagonista del
popular y conocido cuadro de Velázquez, Vieja friendo huevos (1618), no es otra que freírlos en aceite de oliva, y no
escalfarlos, como habían sugerido y defendido otros investigadores procedentes
de tierras en las que el aceite de oliva no forma parte de su cultura
culinaria.
Precisamente
es este magistral cuadro de un andaluz tan significativo como Velázquez, una de
las obras de arte en la que de forma más patente se funde el paisaje –el entono
de una cocina del siglo XVII— con el paisanaje –la vieja y el niño— para
evocarnos los saborajes del aceite de oliva virgen a través de las frituras, y
hacemos hincapié en lo de “virgen” para dejar patente que se trata del aceite
que se obtiene por extracción de la aceituna con medios mecánicos
exclusivamente. ¿A quién de nosotros no le hubiera gustado estar en esa cocina,
junto a esa mujer que oficia los huevos fritos y ese pinche pijalandrón, disputándoles el privilegio de ser el primero
en mojar sopa en el sol de esas yemas? ¡Otra vez el paisaje, el paisanaje y el
saboraje hechos arte!
Un
huevo frito con aceite de oliva virgen siempre encierra en sí mismo un tratado sobre
los saborajes. Viví en Canadá la experiencia de tomarme un huevo “frito” en
margarina, cuando mis entretelas emocionales añoraban los huevos fritos que me
preparaba mi abuela Encarna, y sinceramente, al probarlo oficiado de esa guisa,
se conmovieron en mis esencias más
íntimas los pilares de la cultura mediterránea que me habita. Dicen que al
paisanaje del Mediterráneo nos brota un geranio en el costado izquierdo con el
primer llanto al llegar a la vida. Geranio que alimentamos durante toda muestra
existencia como una forma de ser y entender la andadura vital. Un huevo “frito”
en margarina, lejos de nuestro paisaje cotidiano, puede hacer que se nos seque por
espanto el geranio con el que adornamos nuestro costado de paisanaje del Mediterráneo.
Hay
otras formas de secar el geranio de nuestra identidad culinaria y mediterránea:
La reutilización excesiva y desproporcionada de un aceite en los fritos de
nuestros recetarios, momento en el que nuestro aceite de oliva virgen deja de
ser virgen para comenzar a ser mártir, y los saborajes sucumben entonces a
manos de la “fritanga”, esa enemiga ruin de nuestra cocina y de nuestra esencia
como pueblo que ante todo sabe ser el mejor de los paisanajes en cualquier paisaje
a través de sus saborajes.
José María Suárez Gallego (@suarezgallego)
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