No tenía Cirilo Berlango más conocimientos de ciencias que los
que dan las cabañuelas, y su saber de letras no llegó más allá de la necesidad
de entender la sentencia que lo privó de libertad durante largos años por pensar
diferente de lo oficialmente establecido. Y por favor, no me preguntes el color
de su bandera, ni sus himnos, ni sus credos, ni sus consignas. A fin de cuentas
la injusticia, la barbarie y la ignominia siempre han tenido el color de las
lágrimas y la rabia, siempre han sonado a falta de pan y de sentido común.
Pero no hay mal que por bien no venga, se decía resignado
Cirilo Berlango, pues fue a dar en aquella cárcel con un viejo profesor de
matemáticas, recluso como él, que por mejor entretener el tiempo le enseñó a
aquel bracero --hijo de los olivares de este Santo Reino de Jaén— los entresijos
del álgebra, los secretos de la trigonometría y todo el universo que guarda tras
de sí el número pi.
Y acabó Cirilo Berlango sabiendo leer y escribir, pues era hombre que tenía a
sus cuarenta años la mollera abierta a estas disciplinas. Por las mañanas,
temprano, pasados los primeros meses, ya hacía ecuaciones de segundo grado
bordando las raíces cuadradas del discriminante. Al medio día, invariablemente,
después del recuento, calculaba la latitud de aquella cárcel por las sombras que
las rejas proyectaban en la pared de su celda. Por las noches de invierno, que
fueron muchas y frías, esperaba a que apareciera en el cielo de su reducido
tragaluz la estrella Sirio, aquella que más luce en el hemisferio Norte
siguiendo como un fiel perro a la constelación del gran cazador Orión, pues
también tuvo tiempo de aprender –y quien le enseñara-- el nombre de las
estrellas del firmamento.
Cirilo Berlango, después de aquella experiencia, pasó el resto de la vida,
que fue larga y longeva, en su aldea trabajando como bracero en el campo. Jamás
guardó rencor a quienes le encerraron por sus ideas políticas, pues gracias a
ellos se cruzó con el álgebra y con la trigonometría, y con el nombre de las
estrellas, pero sobre todo supo de la existencia del número pi.
Al alcanzar la libertad nunca llegó a entender por qué fue a la cárcel, ni
para qué podía servirle el número pi a un hombre libre, ni cómo las
ecuaciones de segundo grado podían mover más rápidamente la azada ni los otros
aperos, ni tan siquiera los cosenos y las tangentes le hicieron falta nunca en
la recolección de la aceituna. Pero cada domingo cuando se reunía con su familia
--como un viejo ritual surgido de una ancestral promesa-- entorno a una sartén
grande de arroz con carne, siempre se acordaba del número pi y de la
gazuza con la que supo de él en la prisión.
Lo conocí cuando ya era viejo y aún le gustaba guisar los domingos que le
llevaban una pieza de caza. Uno de ellos compartí con él su mesa, su pan y un
inolvidable arroz con conejo. En un momento de la comida, cogiendo una tajada de
carne me dijo con la solemnidad y la complicidad de quien comparte un secreto de
estado: En el borde de la sartén, del mismo modo que en todos los platos
redondos, hasta en la cara oculta de la Luna, se esconde el número "pi". Pero lo
que no saben los matemáticos, con su álgebra y con su trigonometría, es que la
cabeza de un conejo de campo quisado con arroz tiene tres sabores diferentes.
Uno, el de los carrillos donde se le juntan las carnes de la cara, otro el de la
lengua, y como remate el chupetón final que se le da a la sesada. Para ello el
arroz no debe estar ni muy seco ni demasiado caldoso, ni duro ni blando, ni frío
ni caliente. Y en estas cosas no hay más números ni ecuaciones que mucha vista y
sentir el cariño de la familia.
Tal vez Albert Einstein, el más grande físico y matemático de todos los
tiempos, estuviera pensando en alguien como Cirilo Berlango cuando escribió
aquello de: Sólo el que lo ha vivido sabe lo que son años enteros,
presintiendo y buscando en la oscuridad con un tenso anhelo, la alternativa de
firme esperanza y desfallecimiento; hasta que por fin irrumpe la
claridad.
Y es que no hay nada como las cosas sencillas a la hora del comer, que
algunos de puro finos intentan ponerles un braguero hasta a los números
quebrados, como a modo de conclusión me afirmaba entre risas el bueno de Cirilo,
de quien tanto aprendí, por cierto, sobre la claridad einsteiniana de la vida
que se esconde tras el número pi y el arroz con conejo comido los
domingos en familia.
(Cirilo Berlango murió a la edad de 91 años en 1979)
A propósito de este artículo os recomiendo que visitéis esta curiosa página
dedicada al número "pi"
(@suarezgallego) (@saborajes)
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