Solía decir la tía
Virtudes, vieja relimpia ya nacida viuda, según contaban maliciosamente, la
cual manejaba el legón con más arte y más fuerza que un hombre, que la cultura
la daban en las escuelas pero la vergüenza se repartía con la teta. Y no le
faltaba razón, pues habiendo fallecido su marido, carne de pozo minero, siendo
ella muy joven no tuvo más remedio que agarrarse a la huerta y llevar su luto
de por vida con la decencia del lomo doblado a pie de noria.
Aunque no sabía ni de cuentas ni de escrituras, no
despreciaba las cosas del saber, pues a pesar de decir que las letras en los
libros parecían hormigas en busca de su hormiguero, gustaba oir lo que en ellos
se decía, aunque no fuera más que por no hacer alarde de su obligada y no menos
injusta ignorancia.
Tienen las tierras de Jaén en los pueblos que le dan
entrada por el norte, los que fundó Carlos III, y en el Fuero de Población que
los gobernó hasta 1835, un tesoro para la cultura universal de lo popular,
desde cuando de este modo se dijo en uno
de sus artículos: "Todos los niños han de ir a las Escuelas de primeras
Letras, debiendo haber una en cada Concejo para los Lugares de él; situándose
cerca de la Iglesia, para que así puedan aprender también la Doctrina y la
Lengua Española a un tiempo". Pocas cartas pueblas o constituciones del
Orbe conocido en aquel 1767, tenían artículos con la fuerza cultural de éste,
que hacía residir en el agricultor que sabía leer y escribir, y trabajar el
campo, el nervio de la fuerza de un Estado.
Se casó la tía Virtudes en una aldea de estas poblaciones
y en ella pasó su larga viudedad, y fue su mayor tarea durante la misma que sus
hijos encontraran en las filas de hormigas que las letras hacían en los libros,
el hormiguero que les diera la sabiduría. No olvidaría nunca aquellos tiempos,
antes de los sesenta, en que no se había inventado la semana inglesa en esta
Celtiberia y los niños no iban al colegio el jueves por la tarde. Aprovechaba
entonces para bajar con otras mujeres a lavar al rio por la mañana, tender la
ropa al medio día y esperar a que la tarde secara las únicas sábanas y las
únicas camisas blancas de los domingos.
Entonces vendrían los niños a comer a la orilla del rio y al anochecer
ayudarían a subir la canasta de la colada hasta el pueblo.
Preparaba Virtudes para ese día una perolilla de pavo de
huerta, carruecano cogido a pie de mata y cocinado por la noche en aceite de
oliva. Unas rodajas de chorizo y una guindilla darían ánimos a los brazos que
como dos remolinos chapoteaban los cuellos de las camisas en el agua del rio.
Los niños buscaban el escondrijo que alguna rana despistada compartía con un
cangrejo y en los intermedios metían en el pavo un sopón de pan a modo de
cuchara y con eso se contentaban.
Y la tía Virtudes soñaba que si volviera a nacer
aprendería a leer y escribir, que siempre sería mejor saber lo que ponía en las
letras del lagarto que venía dibujado en el jabón, aunque bien pensado para
entonces ya no habría ríos ni niños que a sopetones se comieran el carrueco en
aceite en el tremolar de las blancas sábanas y las camisas que siempre la vergüenza
tuvo por bandera.
© José María Suárez
Gallego
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