jueves, 30 de julio de 2015

La ley de los cataplines, o cómo saborear la libertad

Duelo a garrotazos. Francisco de Goya


Mira, paisano, por estas tierras de las piedras lunares, el alma se agazapa en el corazón, la razón se exilia en la cabeza, y la libertad se hace huésped de la bragueta. Habitante del territorio dónde se juntan las piernas.
De los denominados compañones  por las gentes de nuestro Siglo de Oro, nos aflora, la mayoría de las veces, el alma y la razón con la que justificamos los fundamentos de nuestra parcela de libertad. Hacer las cosas porque nos salen de los “cohones” -con hache aspirada- suele ser el argumento último que avala el habernos pasado un semáforo en rojo, el haberle propinado un injusto pescozón al niño cuando pierde nuestro equipo de fútbol, o negarnos a pagar los recibos de la comunidad de vecinos cuando no funciona el ascensor. De los también llamados “cataplines” nos brota, como de inagotable fuente, una altivez incansable e insensata, irreprimible e ignorante, en la que se ahogan nuestras más íntimas limitaciones.
En el fondo, ya lo decía Gracián, necios son todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo aparentan, de ahí que a estos últimos los delate el uso que hacen de la libertad. Si son fuertes, emergerá su exageración.  Si son débiles, aflorará su indolencia. Pero siempre encontrarán tras la bragueta el destino de su fatal destierro existencial. La tiranía de chichinabo de los que sólo ven en la cojonera el lugar idóneo en el que guardar la razón última de la libertad, más que oprimirla acaba por deshonrarla.
Si el alma reside en el corazón y la razón en la cabeza, la tolerancia, o libertad que no emerge de la zona testicular, debe residir en el paladar. Efectivamente, sobre gustos no hay nada escrito, y hora es ya que algo se vaya escribiendo, sobre todo para no confundir el culo, antípoda de la bragueta, con las témporas, en las que han naufragado siempre los ayunos de nuestros antecesores. La mejor forma de que no se nos atragante la libertad es paladearla, apreciando todos los matices de la diversidad opinable.
Ningún saber es nuestro, paisano, aunque nos pertenezcan todas sus esencias. Es por ello por lo que entre lo dulce y lo amargo no exista más distancia que la que media entre la felicidad y el sufrimiento, o entre la tiranía y la libertad.

martes, 21 de julio de 2015

Romper fronteras o tender puentes





Fotografía de Richard Pullar


Comer es, ante todo, un derecho que se ejerce de forma desigual en este mundo cruel que soportamos, en el que la mitad de los humanos se muere de hambre vergonzante, y la otra mitad se come su vergüenza buscando en los contenedores algo que llevarse a la boca, o ahoga el colesterol de su opulencia deshojando la margarita para decidir qué dieta adelgazante ha de comenzar el próximo lunes, como otros tantos lunes del año.

Comer mal es una soberana temeridad. Injusta para aquellos a los que les falta el condumio; revestida de estupidez para aquellos otros a los que les sobra la diaria pitanza. En definitiva: Comer bien es, sobre todo, una obligación apoyada en la justicia y la sensatez.

El gran Antonio María Carême (1784-1833), el francés que es tenido en la Historia como "el cocinero de los reyes y el rey de los cocineros", inventor en su juventud del merengue y los crocantis, escribía a propósito del desplome del Imperio Romano, y de cómo se apagó allá en el siglo V ante las venerables barbas de San Crisóstomo, toda una civilización que había dominado el orbe conocido: "Cuando ya no hubo cocina en el mundo, tampoco hubo literatura, inteligencia elevada y rápida, ni inspiración, ni idea social". Fue el momento en el que Atila entró a saco con los "hunos", y los “otros” también, en la vieja Europa, y el buen comer, con sus entresijos culturales, hubo de refugiarse en las cocinas de los conventos y pasar la noche  del Medievo.

Hoy por hoy, a las puertas de un nuevo Medievo Neoliberal, tenemos poetas que canten nuestra cultura; músicos que le pongan ritmo y compás; artesanos de primera; aceituneros altivos que trabajen el tajo olivarero; empresarios avispados; políticos toreros que dan capotazos a diestro y siniestro; filósofos de taberna que siguen buscando el sur;  guisanderos afamados;  gourmets empedernidos...

Afortunadamente también contamos con una  nueva generación de emprendedores que tiene muy claro que más que romper fronteras hay que tender puentes. No se trata de irse, sino de asegurarse el retorno con el pan debajo del brazo.


(@suarezgallego)

miércoles, 8 de julio de 2015

Gary Cooper y los ojos de los cocodrilos de Federico

ojos con cocodriloa
MEMORIAS DE TABERTULIA
Mira, paisano, el martes fatídico en el que Manhattan dejó de ser el argumento poderoso y trepidante de la encíclica en blanco y negro que nos escribiera en treinta y cinco milímetros Woody Allen, yo andaba a las tres menos cuarto de la tarde dándome un sabaneo de reflexiones tabernarias con mi amigo Juanito Caldibache, aquel que las mañanas de agosto –cuando veraneábamos en el mar de Cádiz– se iba a robar higos chumbos tras las alambradas de la base naval de Rota, y al ser sorprendido por los marines norteamericanos levantaba las manos y les gritaba: ¡No disparéis, no disparéis que soy amigo de Gary Cooper!, porque Gary Cooper, paisano, según mi amigo, tal vez haya sido el mejor prototipo de todos los norteamericanos heroicos, abnegados y cabales que en el mundo han sido.
Memorables fueron sus papeles de soldado defensor de libertades o de sheriff justiciero en Adiós a las armas (1932), Beau Geste (1939), Sargento York, (1941), ¿Por quién doblan las campanas? (1943), El árbol del ahorcado (1959) y Solo ante el peligro (1952), películas que me ha relatado hasta la saciedad mi amigo Caldibache entre tintos con gaseosa y cucharros de aceite con bacalao.
Aquel martes, 11 de septiembre sombrío, tan lóbrego y tétrico como aquel otro 11 de septiembre en Santiago de Chile cuando Amanda se quedó esperando a Manuel frente a la fábrica –la vida es eterna en cinco minutos–, a las tres de la tarde la CNN nos traía al televisor de la taberna los versos de Federico García Lorca:
“La muerte
entra y sale
de la taberna.
Pasan caballos negros
y gente siniestra
por los hondos caminos
de la guitarra.”
Las Torres Gemelas ardiendo despeñaban desde el cielo los versos de Federico:
“La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.”
Bien sabes, paisano, que mientras le damos cuerda al tren de nuestras vidas todos los fanatismos irán devorándose unos a otros, por eso, trágicamente, nunca falta un fanático integrista que se convierta en la mosca cojonera del mundo “civilizado” de Gary Cooper, ni un ejecutivo despiadado de Wall Street que desde su BlackBerry siga comprando y vendiendo a precio de saldo las acciones del hambre y el miedo de los que nada tienen. Otra vez Federico en Nueva York:
“Si me quito los ojos de la jirafa,
me pongo los ojos de la cocodrila.”
Mi amigo Caldibache, que no ha leído a Lorca, te lo diría así: Una patada en la entrepierna duele muchísimo, sobre todo cuando es tu entrepierna la que patean.
Pero que hable de nuevo Federico, paisano:
“Nueva York de cieno,
Nueva York de alambre y de muerte.
¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?
¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?”
Irremediablemente “el rey de Harlem con una cuchara, arrancaba los ojos a los cocodrilos” hundido en un grito: ¡No disparéis, no disparéis que soy el alma de Gary Cooper!
Ray Cooder, ajeno a todo, afinaba su guitarra en el Paris de Texas, tan lejos del París de Edith Piaf, la de la mirada de Dolorosa cruzando un Sena sin Triana.
(Twitter: @suarezgallego)



lunes, 6 de julio de 2015

Los rencores del estómago

rencor de estomago
Sardinas en salazón, paradigma de los años del hambre.
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Mira, paisano, decía Montesquieu,  el mismo que aportó al Liberalismo el principio de separación de los tres poderes del Estado, que la medicina cambia con la cocina. Esto, dicho para que nos entendamos, es  que la salud se negocia en la oficina del estómago, ese órgano tan rencoroso que cuando se le atiborra de  hambre es capaz de vomitar guerras civiles.
La crisis –no hay mal que por bien no venga, paisano— está sirviendo para que se abran las alacenas de los partidos políticos, de los sindicatos, y de algunas instituciones   del Estado, y se perciba el hedor de  las corruptelas de algunos que están siendo la causa del hambre y de la desesperación de muchos. Cuando quiénes deben buscarles soluciones a la crisis no saben –o no les interesa– aplicar otra medicina que la de “cortar por lo sano”, la cocina popular los estigmatiza sin piedad con sus eufemismos.
De este modo hemos oído que a la política del tongo se le llama pucherazo. Si  éste ha sido a iniciativa personal de sólo un individuo se pone como excusa que se le ha ido la olla; y si en el  ajo hay más gente, se hablará entonces de olla podrida, que debe su nombre, dicho sea de paso, a la olla poderida, monumento del pensamiento culinario gótico español,  llamada así porque solamente la tomaban los que tenían poderío para costearla, por las muchas y costosas viandas que la componían. Para investigar en los pucheros no hay más remedio que meter la cuchara, sin que otros pongan el cazo y sin que algunos metan la gamba, pues ya es sabido que en todos sitios cuecen habas, siendo mejor que éstas hiervan con agua transparente que con mala leche. No nos extrañe, por tanto, que al lugar dónde se conspira corruptamente se le llame cenáculo. Tiempo ha que se sabe en la práctica politiquera lo que ya escribiera Cervantes al respecto: La mejor salsa del mundo es el hambre, y como esta no falta a los pobres, siempre comen con gusto.
Conviene no olvidar,  repito a modo de aviso a navegantes, que el estómago es el órgano más rencoroso del cuerpo humano, y que el hambre es el primer motivo de rencor.
Pero también solía decir Montesquieu que para prosperar en el mundo había que tener aire de tonto sin serlo, tal vez porque el  pueblo acaba defendiendo más la gramática parda de sus costumbres que la prosapia de sus leyes. Después de Dios, la olla, y lo demás bambolla, decían en el Siglo de Oro, que fue también el siglo del hambre. Lo que pasa es que como siempre, paisano, el oro lo trajinan unos cuantos, precisamente los mismos que reparten el hambre tan generosamente.
Al pueblo lo único que le están dejando últimamente es que administre el rencor de su estómago, y hasta para eso ya se le están poniendo pegas y malas caras.

sábado, 4 de julio de 2015

Gastrósofos y gastrogilis

Toreros de Fernando Boteroo
Toreros de Fernando Botero
Mira, paisano, decía de sí mismo el maestro Federico Fellini (1920-1993) que  era un artesano que no tenía nada qué decir, pero sabía cómo decirlo. Definía don Federico su filosofía existencial de esta forma: No existe un final. No hay un principio. Sólo la infinita pasión de la vida. Se desprende de esto, paisano, que vivir es lo más sorprendente y genial que le puede ocurrir a cualquier bicho viviente, siempre que como artesano de la vida se le ponga pasión a lo que se hace, aunque no se tenga algo que decir.
La pasión vital se suele poner de manifiesto de manera más evidente en los tiempos difíciles, en los que el único realista de verdad siempre ha sido el visionario.
Cuentan que Ferrán Adriá, un visionario de la cocina, estando un día en su restaurante El Bulli, y teniendo que dirigir la cena de su equipo, echó en falta las patatas para hacer una tortilla, recurriendo para ello a una bolsa de patatas fritas –las de Casa Paco, Santo Reino o las Oya de toda la vida, paisano—, las desmenuzó con la mano, las mezcló con el huevo batido, y culminó una inimaginable tortilla que inauguraba sin pretenderlo la era de la “cocina de la deconstrucción”. Adriá y su paradigma culinario dio pie para que el planeta de las cosas del comer se llenara en tiempos de opulencia de dos especímenes bien definidos: Por un lado los gastrósofos, más proclives a valorar con quien comían, que propiamente lo que comían. Y por otro lado los gastrogilis, más por la labor de amargarle la vida a sus compañeros de mesa hablándoles de lo que comían sin saber lo que comían.
Es significativo que ahora haya más niños que quieran ser cocineros, que niños que quieran ser frailes, tal vez porque lo de ser cocinero antes que fraile siga siendo el paradigma de  una buena formación para sobrevivir.
Desgraciadamente, paisano, en tiempos como éstos el hambre comienza a ser parte de la infinita pasión de la vida. Estamos en manos de cuatro gastrogilis empecinados en una “deconstrucción” social y moral para que los cocineros y los obesos sean un suculento espectáculo mediático. Es la nueva teología de la nutrición encumbrando a sus herejes.

jueves, 2 de julio de 2015

Lo viejo, lo antiguo, lo rancio y los garbanzos negros

El aquelarre (1823). Francisco de Goya.
El aquelarre (1823). Francisco de Goya.
Mira que nos gusta, paisano, oponernos por sistema a todo lo nuevo, por bueno y conveniente que sea, o nos parezca. El ilustrado Pedro Campomanes, factotum de Carlos III, en su famoso “Discurso sobre la educación de los artesanos” (1775), que dio lugar, entre otras cosas, a la creación de las Sociedades Económicas de Amigos del País, se refería al caso de fray Juan de Medina, que dos siglos antes, en el XVI, ya pedía que no se le acusara del “delito de novedad”.
Claro está, en un lugar donde lo “nuevo” llega a ser considerado delito, se le acaba tributando veneración legalista no a lo viejo –tantas veces venerable–, ni tampoco a lo antiguo –tantas veces admirado–, sino a lo “rancio” y a su hedor inmovilista.
Siempre he pensado, –y perdóname, paisano, esta incursión gastronómica, pero bien sabes que la cabra invariablemente acaba tirando al monte –, que lo que le da el justo sabor vitalista al popular cocido es precisamente el tocino fresco que luego se pringa en el pan, y no el ambiente de familia en el que siempre se han comido sus tres vuelcos.
Antológica es la anécdota que me contaba mi recordado amigo Diego Rojano sobre el filósofo y ensayista catalán Eugenio D’Orts, cuando al bajar del tren en Zaragoza lo esperaba a pie de vagón un amigo castizo hasta las trancas que le dijo a modo de recibimiento: ”Vendrá a mi casa… Y comerá un cocido en familia”. D’Orts, desde la retranca que gastan como nadie los hijos del Mediterráneo, murmuró por lo “bajini”:“Precisamente las dos cosas que más me molestan: la familia y el cocido”. Debió pensar el ilustre filósofo catalán que tanto en el cocido, como en la familia, son dónde más florecen los garbanzos negros.
Konrad Adenauer, el padre de la nueva Alemania que surgió después de la locura hitleriana, decía no sin cinismo que “no hace falta defender siempre la misma opinión porque nadie puede impedir volverse más sabio”.
Quien es capaz de aceptar como algo natural la mutabilidad del Universo –el cambio constante–, acaba por desabrocharle la blusa al propio inmovilismo, y descubre que la vida en esencia se mueve y nos conmueve, y con ello nos airea y nos ventila.
Por eso me preocupan tanto, paisano, los que dicen que nunca han cambiado un ápice su manera de pensar. La ranciedad a la que suelen oler sólo les sirve de coartada para no admitir que, pese a todo, se nos brinda cada día la posibilidad de volvernos un poco menos garbanzos negros en un universo que inevitablemente se expande, achicándonos hasta los límites infinitesimales de lo ridículo.