domingo, 9 de marzo de 2014

Gastromanía



Mucho me temo que Stanley Kübrick, cuando pasó a treinta y cinco milímetros la epístola sideral de A.C. Clarke, "2001. Una Odisea del Espacio", no se planteó que el hombre antes de ser un vulgar engullidor de hamburguesas en Nueva York --su ciudad natal, por cierto--, ya mojaba pan en aceite, de oliva se entiende, y le escudriñaba los secretos al vino frente al Mediterráneo intentando adivinar la geometría de la inmensidad del horizonte. Que, oye tú, aquí hay materia como para realizar una tesis "aptocumlaude" para cuando estas cosas interesen a la Universidad, que será, si no lo evitamos, para cuando dejen de interesamos a los que cada sábado, irremediablemente, le damos un sabaneo sabatino a la tarjeta de crédito comprando en los "hipercentroscomerciales" todo aquello con lo que llenar la andorga el resto de la semana.

El hecho es, qué quieres que te diga, que si Stanley Kübrick --el de "Lolita" y la "Naranja Mecánica"--, imaginó que nuestro hermanastro el mono ascendió a la división de "homo sapiens" lanzando un hueso a los aires a los sones de "Así habló Zaratustra", convirtiéndolo por arte de birlibirloque en una nave espacial, con ordenador librepensante y homicida incorporado, es porque no conoció, ni gozó, las excelencias de una sociedad gastronómica de las que pisan nuestro suelo patrio, y cuando digo suelo patrio me pongo el lazo azul de los que pensamos que los garbanzos no cuecen antes a punta de pistola, por mucho que se empeñen algunos en hacer bombas de nuestras ollas, dicho sea con ánimo de ofender a quienes no les gusta otro potaje que el que cocinan en el fogón fratricida de su egoísmo totalitario y demencial.

Pretendo decir que Stanley Kübrick, si hubiera tenido la suerte de pertenecer a una sociedad gastronómica, de esas que hacen del vino de Bailén, el paté de perdiz de La Carolina y los pasteles de Guarromán, por poner un ejemplo de la rica cocina de Jaén --a fin de cuentas nos quitarán los trenes, nos escamotearan los presupuestos nacionales, pero acabaremos haciendo la revolución sempiternamente pendiente de Jaén por Jaén a fuerza de cacerolas y cucharas, aunque sean de palo. Pretendo decir, repito, que si a Stanley Kübrick le hubiera ido esto del comer bien, tertulia incorporada --a pesar de todo también nos queda la palabra--, la escena del mono tirando el hueso a los cielos, la hubiera cambiado por el mono voluntarioso haciendo rodar una mesa cuesta abajo. El hombre, descubierta la forma de hacer el fuego, inventó la cocina, con ella vino la mesa redonda, y puestos todos alrededor nació la tertulia. Echada la mesa a rodar, ¡vete a saber por qué dimes y diretes, que siempre han habido, por los visto, "madridistas" y "barcelonistas"!, nació la rueda, y con ella todo lo que para bien o para mal hoy llamamos civilización occidental.

Es decir, que lo que consideramos ahora como las entretelas culturales de la aldea global, bien pudiera haber nacido del delirio de sobremesa de unos cuantos monos, con vocación de humanos, que no llegaron a ponerse   de acuerdo sobre si el mar hubiese de nacer niño o niña, y sobre todo quien apechugaría con los gastos de tal bautizo. Tal vez sea por ello por lo que cada vez que hay una crisis de valores, y los telediarios nos dan buena cuentan de las salvajadas que es capaz de hacer el hombre con sus semejantes, el "homo sapiens" echa mano de la comida, del comer bien, por aquello de que las penas, aunque sean ancestrales, con pan son menos. Y te puedo asegurar que han habido días, frente al televisor, que las imágenes de la vergonzante condición humana me han dado dos vuelcos en la garganta y he sido incapaz de comer, ni tan siquiera mi propia rabia.

Nunca como en las épocas de crisis, sobre todo si son éticas, prolifera el gusto por el buen comer. El sibaritismo más refinado. La "gastromanía" como sublimación del hombre que añora el mono que fue anteayer mismo, como quien dice, cuando echada una mesa a rodar se convirtió en la rueda que mueve nuestro ir y venir por los tiempos y las culturas.

Proliferan en los medios de comunicación las secciones sobre cocina. Bien sea en fascículos, en televisión, en vídeos o en enciclopedias del comer, se nos cuela en casa el "rico rico" del mensaje arguiñaniano. Se habla de este o aquel lugar como "santuario de la buena cocina". Algunos cocineros de toda la vida pretenden doctorarse en cursilería haciéndose llamar "restauradores", tal vez por aquello del "caldico que da la vida", y vendernos otra vez la historia de la nueva cocina: "poco en el plato y mucho en la factura".

En fin, una señal inequívoca de que vivimos tiempos de crisis éticosociales y recurrimos a los manteles y las perolas como la última oportunidad de acudir a la catarsis purificadora a través del lujo que renace de las cenizas de los propios fracasos, como si del reflejo de un desnivel social nunca colmado y satisfecho, se tratata.

No sé por qué pero siempre me ha llamado poderosamente la atención el hecho de que Jesucristo, para instituir el vértice donde pivota todo su mensaje humanista, se reuniera a cenar con sus amigos efectuando el más sobrecogedor de los brindis que haya conocido la Historia: ¡Para que os ameis los unos a los otros!. No ha de sorprendernos, tampoco, que el primer milagro de quien "anduvo en la mar", en el sentido más machadiano, consistiera en convertir el agua en vino a petición de su madre, ¡ahí es nada¡, y que el prodigio más sonado, cuantitativamente hablando, fuera llenar cientos de cestas de panes y peces en una gran comida colectiva, preludio de nuestras romerías.

Y es que al hombre y a su hermanastro el mono, desde que el mundo es mundo, se les gana con el condumio. Tal vez sea por ello por lo que hay tantos estómagos agradecidos apuntados a la sopa boba conformista del a-mí-que-me-dejen-en-paz, haciéndoles cortes de manga a la realidad evidente, y esperando a que se eche a rodar la mesa y volvamos a reinventar la rueda, y con ella reinventarnos a nosotros mismos, lo cual, dicho sea de paso, tanta falta nos va haciendo para no acabar comiéndonos los unos a los otros.

(@suarezgallego)